Una historia erótica, creado para que disfrutes, para que imagines ser uno de los protagonistas de este fantástico relato.
“Un roce casual, una mirada cómplice, una bata que se abría; todo era pretexto para el acercamiento de los cuerpos, para el deseo contenido…”
1. Costumbres aburridas.
En aquella época sentía que había caído en un abismo; lentamente, me había perdido en la rutina interminable del matrimonio, en la formalidad de las apariencias, en el aburrimiento de lo cotidiano. Tenía 45 años y había pasado los últimos 21 al lado de Alvaro, mi novio por tres años y después mi esposo. Deprimida, deseaba escapar de ese estado de insatisfacción permanente. El problema era que no sabía cómo hacerlo.
Mi vida cambió desde que me casé con Alvaro; de ser una profesional competente me convertí en el ama de casa perfecta, dejé de lado mis proyectos personales y profesionales para dedicarme completamente a mi familia. Mi esposo, que es un profesional muy competente y reconocido, se dedicó a trabajar y yo me hice cargo de la casa.
Los primeros años sentía que mi vida estaba completa: tenía un esposo maravilloso, una casa preciosa, un hijo sano e inteligente, viajaba por el mundo… en ese momento, todo funcionaba de maravilla; me sentía feliz, enamorada y encantada de la vida.
El problema era que lo maravilloso comenzaba a dejar de serlo y empecé a convertirme en otra persona: aburrida, vacía, inservible, fútil e insatisfecha. En alguien que, sin éxito, intentaba flotar en la marejada del matrimonio. Así, se me fue apagando la vida: mi esposo vivía concentrado en su trabajo, me aburrían las cosas de la casa, mi hijo creció y -de a poquitos- quedé varada en el terreno de lo prescindible, de lo descartable, en el último lugar de la fila.
Paralelamente, la relación con Alvaro se fue desgastando con el paso del tiempo, con la sutileza de los rechazos cordiales, con las miradas carentes de interés y con la posición que me había asignado dentro del ranking de sus prioridades… Sin embargo, sentía que lo quería y no me atrevía a separarme de él. Continuaba, fiel a mis convicciones, siendo parte de una relación de la que no me sentía parte, cansada de todo, abrumada, aturdida, esperando que algo mágico cambié mi rumbo…
Necesitaba un cambio; hasta que lo encontré.
2. Cuando menos lo esperas…
Una tarde cualquiera recibí la llamada de una amiga de la universidad –a la cual no veía desde hacía algún tiempo– quien me contó que tenía un puesto directivo en una empresa transnacional y necesitaba un profesional de confianza para que supervise diferentes proyectos. Nos conocíamos desde hacía muchos años y había pensado en mí para el puesto. Encantada, y sin pensarlo mucho acepté, y después de muchos años, me reinserte en el mundo laboral.
Empecé a trabajar a principios del mes de noviembre, asignada al área de proyectos; me encantaba el ambiente de trabajo, las personas con las que trabajaba, nuevamente me sentía viva y los retos profesionales que tenía frente a mí.
Me nombraron jefa de proyectos y como parte de mis responsabilidades supervisaba a un grupo de personas, la mayoría bastante jóvenes, quienes tenían diferentes profesiones y responsabilidades. Entre ellos destacaba André: un joven bastante atento, ingeniero, de unos 35 años, varonil, alto, delgado y muy cortés en su trato con las personas. Me gustaba trabajar con él, era de esas personas que siempre estaba dispuesta a cumplir cualquier actividad que se le asignara. A pesar de la diferencia de edad tenía algo, que no sabría cómo describir, que llamaba mi atención. Indudablemente, nunca hice la más mínima insinuación, era su jefa y, sobre todo, estaba casada, respecto a esas sensaciones que provocaba en mí.
A medida que pasaba el tiempo me sentía más contenta con la nueva etapa de mi vida. Ya habían transcurrido cuatro meses desde que empecé en mi nuevo trabajo y, a pesar de las exigencias del puesto, me sentía cada día mejor: más segura, realizada, independiente, rejuvenecida… aún cuando mis principios con respecto a la fidelidad y al matrimonio eran firmes (o al menos eso pensaba), debo admitir que me halagaba la forma como me miraban algunos de los chicos en la oficina, entre ellos André. Eran miradas de juventud, de deseo, de pura testosterona.
Yo soy una mujer alta, guapa y sexy, sin embargo, no estaba acostumbrada a que los hombres me miren de esa forma. Al principio me sorprendió, pero luego me di cuenta que no me sentía incomoda con la situación. Había descubierto que me gustaba pensar en las sensaciones que provocaba en ellos y, para ser completamente honesta, disfrutaba la fantasía de volver a sentirme deseada por un hombre, o por varios. De cualquier manera el trabajo era muy exigente, había que cumplir con metas, objetivos e informes que muchas veces exigían una dedicación intensa, no había mucho tiempo para pensar en otras cosas.
3. La fortuna de un olvido
Aquel fin de semana de Febrero, mi esposo e hijo decidieron realizar un viaje para reunirse con un grupo de amigos y pasar el fin de semana fuera de la ciudad, no volverían hasta la semana siguiente. Lastimosamente, no los podía acompañar porque el lunes siguiente tenía que entregar un informe muy importante y debía pasar todo el fin de semana trabajando.
El sábado por la tarde, una vez que mi familia salió de viaje, empecé a trabajar en el informe: recopilar información, comparar indicadores, ver estados de resultados… luego de algunas horas de trabajo me di cuenta de que había olvidado unos documentos importantes en la oficina sin los cuales no podría terminar el informe. Me desesperé, sin esa información no podría terminar el trabajo, no sabía que hacer… hasta que se me ocurrió llamar a André y pedirle que recoja los documentos en la oficina y los traiga a mi casa. Como sabía de su buena disposición supuse que podría contar con él y, en efecto, se ofreció gustoso a cumplir con lo que le pedía.
André llego a mi casa alrededor de las 8 de la noche, me entregó los documentos y, al verme tan preocupada por terminar el informe, se ofreció a ayudarme. Ciertamente, su ayuda me cayó del cielo; comimos algo ligero, trabajamos en equipo y, después de tres horas, terminamos el informe. Estábamos cansados pero contentos por el trabajo que habíamos hecho. Sin embargo, con el estrés del trabajo, no nos habíamos dado cuenta de la hora y ya eran más de las 11 de la noche y no había manera de que regrese a su casa porque, por motivos que no viene al caso, en aquella época el gobierno había decretado un toque de queda nocturno: solo se podía circular hasta las 10 de la noche sin excepciones de ningún tipo.
Al ver que no teníamos alternativa, y de que había mucho espacio en mi casa por el viaje de mi esposo e hijo, le ofrecí quedarse hasta el día siguiente en el dormitorio de invitados. Aceptó la propuesta pero puso como condición utilizar el sofá para descansar un rato y luego ir a su casa al día siguiente muy temprano. Conversamos un rato más de mil tonterías del trabajo, le dije buenas noches y me fui a descansar a mi dormitorio.
Como estábamos en pleno verano y el calor nocturno era insoportable, tenía por costumbre dormir con un pijama de encaje negro bastante pequeño que, en la parte de abajo, me llegaba un poco más abajo de la cintura y en la parte superior tenía una tiras que permitían que mis senos se movieran con soltura durante el sueño. Me puse ropa interior cómoda de color blanco, el pijama de encaje negro y luego me metí en la cama a intentar dormir. El problema era que no podía dormir, el estrés del trabajo me había alterado, daba vueltas en la cama, intenté leer, revisé mi celular, le escribí a mi esposo y, a pesar de todo, no podía dormir.
Aburrida, me puse una bata y salí a la cocina a tomar un vaso con agua y, cuando pase por la sala, me percate que André, al igual que yo, se encontraba totalmente despierto.
Al verme se sorprendió y me confesó que tampoco podía dormir, nos reímos de la situación y empezamos a conversar sobre cosas sin mayor importancia hasta que le propuse, para intentar distraernos, ver una película en la televisión. André aceptó la propuesta de muy buena gana, nos acomodamos en el sillón, escogimos la película y empezamos a verla.
La película avanzaba y, al cabo de unos 30 minutos, nos dimos cuenta que el argumento no era lo interesante que esperábamos y para romper un poco el aburrimiento y el calor le pregunte si le gustaría tomar algo. Se hacía algo tarde y me pidió, si fuera posible, tomar una copa de vino para intentar coger un poco de sueño. La idea me pareció genial y acepté encantada (con el asunto del informe seguía sin tener sueño y el vino podría ser una buena alternativa para conseguirlo). Me dirigí a la cocina, destape una botella de vino tinto, serví dos copas y me senté al lado de André a beber mi copa de vino.
La película continuaba con su argumento aburrido y una copa de vino se convirtió en dos, tres… varias copas de vino; hacía rato que habíamos dejado de ver la película y estábamos disfrutando de una conversación más interesante relacionada a nuestras vidas, sueños y proyectos personales.
Con el correr del tiempo y con lo interesante de la conversación, el vino empezó a hacer su trabajo. Me sentía más cómoda, más relajada, más interesada y cada vez era menos cuidadosa con la bata que, por momentos, se abría ligeramente y dejaba ver mis piernas un poco más de la cuenta.
La película había terminado, la televisión seguía prendida y nosotros seguíamos conversando. Mientras más hablábamos, más interesante me parecía André: me trataba como un caballero, con mucha cortesía y educación, sin embargo, yo estaba cada vez más segura que quería tirarse encima mío para sacarme la bata, el pijama y la ropa interior. Yo, con el correr de los minutos y las copas de vino, me iba dando cuenta de que cada vez tenía más ganas de que se atreviera. Como consecuencia de la situación, la bata se abría cada vez más permitiendo mostrar -por instantes- mis piernas y mi ropa interior mientras yo observaba con disimulo como su entrepierna crecía y parecía querer escaparse de su pantalón.
Las copas de vino, la intimidad de la conversación, la privacidad de mi casa, mis ganas y sus ganas todo se fue convirtiendo en un pretexto para que los cuerpos se acercaran y se comuniquen cada vez más: una mano en la rodilla, el roce de las piernas, la bata que se abría, su erección, mi ropa interior, el cruce de miradas, el olor de las feromonas… todo olía a deseo, a sexo.
Todo ocurrió casi sin darme cuenta; en un momento fui a la cocina a traer una botella de vino y cuando salí encontré a André parado en la puerta esperándome. Ni siquiera me dirigió la palabra, me sujetó de la cintura, me empujó suavemente contra la pared y me dio un beso en la boca como no recordaba que alguien me lo hubiera dado en mucho tiempo. Al principio me sorprendí, pero casi de forma instantánea deje que mi lengua hiciera contacto con la suya, puse la botella sobre la mesa de la entrada y me entregué completamente a lo que la vida me estaba regalando en ese momento.
Como si tuviera manos de mago, desamarró mi bata y en un instante la hizo caer al suelo, dejándome parada –a merced suya– con mi pijama cortito de encaje negro en mitad del pasadizo de mi casa. Luego, sutilmente, me levantó el pijama durante unos segundos solo para mirar mi ropa interior; me abrazó por detrás y lo único que le escuche susurrar –mientras pasaba su lengua dentro de mi oído– fue: “hoy vas a ser mi mujer y yo voy a ser tu dueño”. Luego me volvió a besar, con esa lengua de artista que se juntaba con la mía en perfecta sincronía, y yo solo deseaba intensamente que ese hombre cumpla su palabra, me hiciera suya las veces que quisiera en la sala de mi casa, donde vivía con mi esposo y mi hijo adolescente.
Un instante después, como si leyera mi mente, me cogió de la mano y me llevó hasta la sala. Me apoyó contra la pared y empezó a besarme nuevamente, solo que esta vez acompañaba los besos acariciando y agarrando cada parte de mi cuerpo; levantando por momentos el borde de mi ropa interior y tocando la parte exterior de mí vagina, apretando su pene erecto contra mi sexo mientras yo sentía que se me venía el mundo encima y empezaba a mojarme.
Luego me sentó en el sofá y, con una delicadeza exquisita, corrió los tirantes de mi pijama y dejó al descubierto mis senos; lo siguiente que recuerdo es la electricidad en mi cuerpo y mis gemidos producidos por su lengua sobre mis pezones erectos: primero rozó la yema de sus dedos y luego sentí su lengua que -con una delicadeza entrenada- mordía, giraba, lamía, absorbía y me volvía loca. En ese instante me di cuenta de que tenía razón, que iba a ser su mujer, que él iba a ser mi dueño. Que lo que estaba sintiendo era nuevo para mí y que no quería que terminara nunca, ni hoy ni mañana….nunca.
Lo que André estaba haciendo conmigo no lo había experimentado en mucho tiempo, su delicadeza me estaba volviendo loca de placer, de nostalgia… mis gemidos eran cada vez más intensos: por momentos sentía que iba a perder la razón. André entendió el mensaje (se detuvo por un instante) y luego de deleitarse con mis senos -como si fueran de su propiedad, se dedicó a mis piernas. Se quitó la camisa y pude ver su cuerpo delgado y fuerte, su miembro erecto destacaba, lleno de vitalidad, bajo su pantalón; era energía pura; empezó colocando una de mis piernas por encima de su hombro y se dedicó a mordisquear los dedos de mis pies mientras, cada cierto tiempo, uno de sus dedos tocaba mi vagina por encima de mi ropa interior, luego empezó lamer y besar mi pierna y pantorrilla hasta llegar a mis muslos internos donde se entretuvo, por unos segundos, hasta llegar muy cerca de mi sexo sin tocarlo. Finalmente, corrió a un lado mi ropa interior y sentí la primera oleada de calor intenso: una lengua prodigiosa que recorrió mi vagina desde el inicio hasta el final; que dio vueltas en mi interior buscando mi clítoris sin que yo pusiera objeción alguna, que me hizo desear, al menos por unos segundos, que el mundo se detuviera en ese instante. Para ese momento, era otra mujer; me olvide de mis principios, del matrimonio, de mi vida vacía, de mi casa; en ese momento solo era una mujer, la mujer de André.
André me desnudo y se dedicó durante un tiempo a lamer mi vagina y clítoris: lamió, olió, bebió todo lo que le provocó mientras yo gemía, gritaba y apretaba su cabeza contra mí sexo. En un momento se detuvo, se bajó el pantalón y, al fin, pude ver la belleza de su miembro: erguido, rígido, grande, grueso… instintivamente lo metí en mi boca y empecé a lamerlo con frenesí. Mi lengua subía, bajaba, sentía sus primeros sabores mientras él, recostado sobre la alfombra, gemía excitado y masajeaba con sus dedos los labios de mi vagina, con tal destreza que me hacía perder el ritmo de mis lamidas.
Luego de unos minutos colocó la punta de su miembro en la entrada de mi vagina y la restregó rítmicamente de arriba hacía abajo; yo intercalaba mis miradas de ternura y deseo entre su rostro y su miembro; sentía las cosquillas en mi cuerpo; estaba totalmente mojada; quería que me penetre en ese mismo instante; pero él sabía cómo hacerme sufrir; como poner su sello en mí; restregaba su pene sin penetrarme completamente; yo no podía más: “por favor, mételo de una vez amor”, “no puedo más”; hasta que escuchó mis suplicas y me penetró complemente. Cuando sentí su miembro recorrer mi interior sentí morir de placer, de locura, de todo.
Luego el mundo se hizo trizas por un instante: la corriente recorriendo la longitud de mi espalda, las ganas de reír y llorar en simultaneo, un volcán en el interior de mí sexo, absolutamente mojada, “la petite mort” y, un instante después, la explosión de André en mis entrañas, sus fluidos combinados con los míos en una sincronía impecable. Como si fuera un maridaje perfecto.
Hacía mucho tiempo que nadie me hacía el amor tantas veces y en tantas posiciones diferentes: por delante, por detrás, de costado, de pie; alternando cada embestida con un susurro en mi oído, preguntándome: “¿Quién es tu dueño?”, “tú amor, tú, solo tú”; manoseando mi cuerpo como si, en realidad, le perteneciera. Y hacía tiempo que yo no me entregaba a un hombre con tal intensidad. Como si me hubiese rebobinado sexualmente, como si me hubieran puesto el contador del placer en cero, en inicio.
Luego, completamente desnudos, nos besamos, acariciamos nuestros cuerpos hasta que nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente me desperté y recordé, sin el más mínimo remordimiento, cada detalle de lo que había ocurrido la noche anterior. A mi lado él dormía, completamente desnudo. No pude evitar tocar su miembro –también dormido– e introducirlo en mi boca. Al despertar me miró con ternura y se relajó al ritmo de mi lengua, de mis besos y de mis caricias. Sabía que se había instalado en mi mente para siempre, que se había robado una parte de mí.
Un momento después estábamos juntos en la ducha: besándonos, jabonándonos, acariciándonos; hasta sentir nuevamente su miembro despierto buscarme y encontrarme. De espaldas a él sentí su miembro rígido ingresar completamente dentro de mí, mientras sus manos acariciaban mis senos con fruición y me susurraba sus fantasías al oído. Esta vez no esperé -quería sentir todo de él y disfrute sus fluidos y sabores: en mí boca, en mis senos y en mi cuerpo. Me bañe de él.
El resto del día la pasamos juntos en mi departamento –vestidos solo con ropa interior– completamente relajados: conversamos, nos besamos, acariciamos e hicimos, una vez más, el amor sobre la encimera de la cocina.
A las 6:00 PM André se tenía que ir (la fantasía llegaba a su final), me acarició el rostro, manoseó mi cuerpo por última vez, me dio un último beso y nuestras lenguas se volvieron a juntar y a sincronizar como si fueran hechas una para la otra. Finalmente se fue.
Al estar sola me sentí extraña, contenta, mujer…… me puse mi pijama de encaje negro, esta vez, sin ropa interior y al fin puedo dormir profundamente, estaba lista para presentar, al día siguiente, el importante informe que me habían encargado.
Un relato erótico de Carlos Ninachay
Síguelo en https://twitter.com/CarlosNinachay